En un lugar de Brasil que nadie recuerda con precisión, tampoco cuando pasaron estos hechos sorprendentes; la única certeza, es que era bajo el dominio portugués.
Un aristócrata, de refinados gustos y algunos caprichos casi obsesivos, gustaba vestir combinando solo tres colores; blanco, gris y negro, de tal forma eran esas mixturas y tonalidades, que un azul único, parecía predominar en su vestimenta, siempre acompañada de unas brillantes botas negras.
Su elegante presencia, no pasaba desapercibida, en especial, ante las fantasiosas miradas de las recatadas damas.
Casado con la hija de un productor terrateniente; tenían un hijo, heredero indiscutible de la genética de sus progenitores. En ese acomodado hogar de la clase alta colonial, el amor de la pareja, no era precisamente lo que llenaba los amplios espacios de la suntuosa residencia.
El aristócrata, obtenía sus principales ingresos de unas plantaciones que no eran precisamente su pasión, más bien, la que proveía los recursos para sus verdaderos placeres.
Era un hombre culto, ansioso por conocer las ideas más avanzas de su época, amante de la buena lectura y convencidamente humanista, aunque esto último, no era algo que en esos tiempos de oscuridad moral, se pudiera compartir públicamente.
Contrariamente, su esposa, hija de un aventurero portugués transformado en latifundista y esclavista, era muy bella, de escasa formación y en el otro extremo de las sensibles inquietudes de su esposo.
El matrimonio, como tantos otros de esos tiempos brumosos, fue producto de mezquinos intereses económicos alejados de toda efusión amorosa.
En una ocasión, el hombre, va a una subasta de esclavos; algo poco habitual en él. Una vez en el lugar de la decadencia humana, no entendía qué lo había llevado a ese antro deshumanizado.
Observa, entre los esclavos, a una hermosa mujer de color, con un rostro perfecto y a la vez llamativamente triste. Un cuerpo prodigioso como esculpido en puro y humanizado azabache, aunque lo que más llamó su atención, fue su cándido rostro.
En el momento que llegó el turno de subastar a la joven; el negrero comerciante, muestra toda sus generosidades físicas, lo cual era innecesario, estaban a la vista. Como agregado, comenta las excelentes dotes de cocinera que poseía su mercancía.
Los rústicos compradores estaban ávidos por llevarse a la joya morena. La joven, mostraba un gesto inconfundible de preocupación por quién sería su futuro amo; en un instante, esclava y aristócrata cruzan sus miradas, unas lágrimas imperceptibles se dejan ver en sus mejillas.
La bella africana, era hija de un importante jefe tribal de Angola: era una princesa. Su padre fue muerto en la cruel casería, junto a otros valientes guerreros; ella y muchos otros, fueron capturados por los desalmados civilizados.
Luego de una larga y penosa travesía ultramarina, donde vio morir a muchos de sus hermanos, llegó a Brasil. A Salvador de Bahía, donde fue comprada por un matrimonio propietario de un ingenio azucarero.
Por varios años, su labor fue extenuante en la cocina de la mansión, preparando las comidas para los diez miembros de la familia. La esposa del empresario decidió venderla por temor a que su maduro esposo se enamorara de la Venus azabache.
Los hombres comenzaron a pujar alocadamente para quedarse con la joven, mientras el aristócrata solo atinaba a mirar fijamente su rostro… sus ojos tan expresivos.
Cuando todo hacía parecer que un veterano militar lusitano se quedaría con el preciado género, el aristócrata duplica la oferta, todos se dan vuelta para mirarlo; el militar no podía ocultar su cara de frustración y enojo, pero no estaba a su alcance la suma ofrecida por el caballero de noble talante.
El distinguido caballero, después de pagar la abultada suma, va a retirar el producto de su compra.
Hace vestir a la joven y la invita a seguirlo a su residencia, sin disimular su satisfacción por haber evitado un difícil futuro para la infortunada mujer; ella tampoco ocultaba su agradecimiento a este hombre que parecía ser muy diferente a todos los que había conocido.
Camino a la mansión, pasa por su modisto; hace tomar las medidas de la joven, Carmen, era ahora su nombre americano, pidiéndole al señor de las tijeras que en dos días tenga preparada la nueva ropa de la princesa, vuelta esclava.
La esposa, al ver ingresar a la nueva integrante de la mansión; presiente por su perfeccionada intuición, que habrá cambios en sus vidas. No estaba equivocada.
Alfredo, cuidó de la joven como a una princesa. A pesar del exquisito trato recibido, Carmen, nunca pudo olvidar al amor de su vida, lágrimas de diamante caían por sus mejillas todas las noches, hasta que en una de esas interminables ausencias del sol, sus ojos se cerraron para siempre, buscando la paz que le habían despojado.
Dicen que a la garza mora, siempre se la suele ver a las orillas de alguna laguna, con su vista perdida al infinito, esperando, infructuosamente, volver a ver a su amada.