La exuberante vegetación de la selva tropical envuelve el paisaje con el embrujo de su magnifica belleza.
Los árboles elevan sus copas al cielo en isipós, helechos y bejucos, y se mezclan y se entrecruzan unos con otros en cascadas de verdes intensos, de amarillos, de sepias y de pardos.
El duro lapacho cubierto de flores violáceas, el petiribí festoneado de pétalos blancos, el jacarandá que luce su floración añil, ivirá pitá con su manto de corolas amarillas, y los cedros, los algarrobos, los quebrachos y los timbós, que forman la abigarrada selva, son cuna y sostén de las maravillosas orquídeas que, en múltiples formas y coloridos hermosos, se ofrecen con profusión a los ojos admirados de los que llegan a gozar de belleza tan extraordinaria.
Y junto a esta hermosura de formas y de colores, el magnífico espectáculo del río, del Iguazú, del Agua Grande, como bien lo nombraron los primitivos habitantes de la región.
Fue en tiempos de los guaraníes, precisamente, hace muchísimos años, tantos que no se podría determinar su número.
En ese marco de Soberbia belleza, en una choza levantada junto a la orilla, defendida por los colosos de la selva, vivía Panambí con su madre.
Tan bonita y tenue como mariposas que en vuelo raudo cruzaban la floresta, era esta Panambí de la leyenda.
Bonita, muy joven, de grandes y expresivos ojos negros y lacio y brillante cabello, vivía gozando de los dones que le brindaba la naturaleza.
Su voz armoniosa se desgranaba en dulces melodías, cuando, dirigiendo la frágil canoa, llevando su cesto tejido con fibras de yuchán, iba en busca de apetitosos frutos o de exquisita miel silvestre, de camoatí o de lechiguana.
Su madre la oía desde lejos y distinguía su voz cristalina destacándose del ruido que hacía el agua al precipitarse desde la altura y de los trinos de los pájaros que cantaban en la fronda...
Panambí llegada fresca y armoniosa, con su cesto repleto de provisiones. Era una flor más, entre las flores de la selva y su sonrisa constante reflejaba su amor a la vida, su alegría de vivir.
Un día, como tantos otros, Panambí, con su cesto enlazado en el brazo, llegó hasta la orilla donde se hallaba amarrada la canoa. Marchaba a su cabaña llevando el tribuno del bosque.
Desató el cordel que sujetaba la canoa; tomó la pala y a los pocos instantes, manejada con pericia, la embarcación se deslizaba por las aguas tranquilas en dirección a su oga.
Volvía del grupo de islas a las que había llegado en busca de frutos y de miel de camoatí. Allí el río era ancho y la corriente muy suave. El crepúsculo teñía de rojo, violado y oro, las nubes y las aguas.
La vegetación de las orillas, erguida o inclinada sobre el río, ponía un marco de verdes diversos en el paisaje.
A mitad de camino se cruzó con otra canoa. La dirigía un indio joven, desconocido para ella, que la miró, con curiosidad primero, con interés luego.
El indio, apuesto, de piel cobriza y brillante, de cuerpo recio y brazos fuertes, impulsaba la canoa con movimientos firmes y precisos.
Al pasar cerca de la doncella, clavó sus ojos dominadores en la dulce Panambí y una gran admiración se pintó en ellos.
La niña quedó como hipnotizada, incapaz de separar su vista del desconocido que así la había impresionado.
Continuó mirándolo en la misma forma hasta verlo desaparecer en la lejanía. Por un momento quedó inmóvil, en medio del río, la canoa mecida suavemente por el vaivén de las aguas.
Cuando volvió a la realidad, la luna había extendido su manto de plata y se reflejaba en el río dibujando una estela brillante.
Pensando en su madre que la esperaría ansiosa, dio a la pala un impulso vigoroso y la canoa surcó las aguas con rapidez.
Al llegar a su cabaña, tal como se lo figuraba, la madre la esperaba afligida.
- ¿Qué te ha sucedido Panambí? ¿Cómo vuelves tan tarde? - le preguntó.
- No sé... madre... - respondió la niña con mirada ausente.
La madre la miró sorprendida. Una expresión desconocida, como ausente, se pintaba en el semblante de la niña. Por eso, alarmada, insistió:
-¿Qué te ha sucedido, Panambí? ¿No habrás hallado, por ventura, a Pyra-yara?
La niña la miró con mirada turbada y nada respondió. Ella misma no sabía lo que sucedía: pero eso si, sabía que no estaba como siempre.
El rcuerdo del apuesto muchacho que viera en el río, no la abandonó desde entonces.
Si cminaba sobre la tierra rojiza que formaba los senderos, o marchaba por la selva separando helechos e isipós para poder pasar, o recostada en su hamaca miraba al cielo azul, o junto a la orilla mojaba sus pies en el agua clara que lamía la playa, la imagen del desconocido estaba siempre ante ella como un ser sobrenatural que la hubiera hechizado.
Sólo ansiaba que llegara la tarde para tomar su canoa y marchar a las islas, con la esperanza de volverlo a ver.
Y cada tarde y cada crepúsculo, el encuentro se repitió durante mucho tiempo. Una noche, la paz reinaba en la selva y en la cabaña de la orilla, cuando se oyó, viniendo del río, un ruido de remos que hendían las aguas. Estas, a su contacto, se agitaban y se encrespaban, levantándose en olas que golpeaban con furia en la playa.
Panambí tuvo un sobresalto y se despertó como al conjuro de un mandato ineludible.
Abandonó la hamaca tejida, de algodón, donde hallaba descansando, y corrió a la orilla atraida por el llamado del desconocido que en ese instante pasaba con su canoa frente a la niña.
Panambí miraba absorta hacia el medio del río.
La misma fuerza que la impulsó hasta allí la condujo hacia el lugar donde se había detenido la canoa.
Al introducir sus pies en el río, éste se calmó y una superficie de aguas mansas y tranquilas la invitó a llegar hasta la embarcación que esperaba.
Panambí, inconsciente, obedeció a la fuerza poderosa que la dominaba y entró en el agua, la mirada fija en un punto lejano...
Las aguas, bajas al principio, sólo taparon sus pies, pero a medida que se internaba en ellas, iban cubriendo todo su cuerpo hasta que en un instante, sin notarlo siquiera, con la visión del apuesto guerrero que aún la esperaba, Panambí se hundió en las aguas que la envolvieron con su manto de cristal.
Poco después, el cuerpo exánime de la doncella, llevado por las aguas, aparecía junto a Pyra-yara, que no otro era el extraño ocupante de la embarcación.
El Dueño del río y de los peces, la tomó entre sus brazos fuertes y colocó el cuerpo sin vida en una balsa de juncos y tacuaras que flotaba amarrada a la popa de su canoa.
Con tan delicado botín, dirigió su embarcación hacia el lugar donde las aguas, al despeñarse en el abismo, formaban una enorme caída.
Los cabellos de Panambí, fuera de la balsa, marcaban una estela oscura en las aguas del río.
Navegaron durante algunos instantes, hasta que un ruido sordo e impotente, anunció la proximidad de la caída.
Al llegar, la canoa dirigida por Pyra-yara, apenas apoyada en las aguas, cayo al abismo formando un todo con la masa líquida, para seguir allá abajo el curso del río, como si no hubiera tenido que pasar semejante obstáculo, demostrando con ello su naturaleza sobrehumana.
No sucedió lo mismo con el cuerpo de Panambí que, despedido de la balsa por el potente impulso de la caída, quedó preso entre piedras del gran macizo por donde se volcaban las aguas al abismo, convirtiéndose en piedra ella misma y guardando sus formas humanas.
Un chorro de agua muy blanca y muy tenue se desliza desde entonces por su cabeza y cubre su cuerpo de piedra semejando un velo de novia que se deshace en gotitas de cristal antes de volver a formar parte del caudal del río.
Ese fue el final de Panambí, la enamorada de un imposible, que olvidó que Pyra-yara, Dueño del río y de los peces, es incapaz, por ser esencia divina, de amar a ninguna mujer sobre la tierra.
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